Entré en el supermercado 444 y en el acto, me sentí embestida desde todos lados por una luz tan blanca que mis ojos se entrecerraron con dolor. A duras penas me fui al sector donde venden juguetes y me quedé patitiesa al distinguir un gran conejo de peluche que me miró de reojo y saltó hacia otras góndolas con la agilidad natural de su especie.
Como ya venía cegada por la luz, al ver a este animal, recordé a Alicia en el País de la Maravillas, personaje que siempre quise conocer y solo lo había hecho fragmentariamente. Entonces me dije: “¿Estoy loca o estoy soñando?”
La curiosidad me llevó a seguir al animal y como una de sus orejas caía hacia la derecha con cierta graciosa ternura, pensé que era un buen augurio, pero se escabulló con rapidez entre unas torres de galletitas en oferta. Lo seguí como pude, empujando mi carro para las compras tan rápido como me fue posible. Al fin lo descubrí cuando abría la puerta de una heladera y se metía en ella, maniobra que casi le costó perder su cola. Por allí desapareció y yo me quedé mirando con la boca abierta y sin saber qué hacer. Después de mi vacilación que me hizo perder tiempo, decidí seguirlo y abrí la puerta con la suerte de poder ingresar porque mi estatura se adaptó, como por obra de magia, al tamaño del refrigerador donde me encontré con un ambiente frío, pero agradable y una penumbra que me obligó a andar a tientas. Empujé el fondo del electrodoméstico y caí por un túnel hasta un vestíbulo donde percibí que mi tamaño era bastante reducido. Cuando apareció un loro que me recibió con exageradas muestras de elocuencia, descubrí que éramos de similar estatura y enseguida me explicó, a su manera, que debía seguirlo. Subimos por una escalinata de mármol y comencé a escuchar murmullos. Al llegar a la cima, apareció un inmenso anfiteatro con un grandioso escenario. El loro, que era mi guía, me dejó en compañía de un mono que me alzó por los aires y me condujo al escenario más deslumbrante que había visto. Allí, el animador me presentó como la nueva promesa: Lady Latina. Todos me aplaudieron a rabiar mientras los músicos comenzaban a interpretar con sus instrumentos y yo tuve que cantar lo que me salió o morir de vergüenza. Canté hasta quedar exhausta y sentí que me arrojaban —al mejor estilo de las estrellas de rock— sobre el público conformado por raros personajes. Fue entonces que comencé a despertar entre el bullicio que me aturdía. El público, en este caso los clientes del súper, me rodeaban murmurando sorprendidos por “mi espectáculo”, que no era, precisamente, el de una cantante pop ni rockera ni de otro género. Lamentablemente no estaba sobre las manos de miles de mis seguidores sino entreverada en una pila derruida de mercadería y una heladera (1º premio de unos cupones de promoción) que me aplastó la cabeza.
Vino a auxiliarme un equipo de emergencias médicas y me condujeron a la clínica más cercana.
Hoy, estoy con mi cabeza coronada por un turbante de vendas y una pierna en alto debido a una fractura del fémur. Como tengo bastante tiempo para reposar y sanar mi maltrecho organismo, comencé a leer “Alicia en el País de las Maravillas” para escapar de mis pesadillas pseudoliterarias.
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Marta Alicia Pereyra
Morteros, 18-04-10